La anulación era tan grande que les llenaba el cuerpo de química emocional. Les llenaba de malestar. El dolor, el miedo, la tristeza, la rabia, la frustración eran inmensas. Como niños no eran capaces de intelectualizar lo que les estaba sucediendo. Solo sentían que algo “malo” estaba pasando en su interior. En realidad, sin darse cuenta, estaban perdiendo su libertad y su pureza a manos de sus mayores. Les estaban adulterando. Les  estaban distorsionando. Los pequeños, claro está, desde su inocencia y desde el amor incondicional hacia sus padres obedecían y se dejaban adulterar. Se lo creían todo. Estaban entrando sin darse cuenta en la dinámica de la aldea.

Aquello les resultaba tan abrumador que pensaban que eran culpables por sentir ese dolor. Creyeron que tenían la culpa de ser así. Que debían de tener algo mal para sentirse de esta manera. Grabaron desde la culpa que eran «defectuosos». 

No había nada malo en ellos. Absolutamente NADA. Solo que sus mayores, dormidos y cegados  por su ignorancia acerca de la VIDA, les metían el miedo, sin saberlo, en las entrañas. 

Todo el discurso de los mayores estaba basado en el miedo.

Miedo, miedo, miedo…

Miedo a hacerlo mal, a ser «malos», a sufrir, a no ser nada en este mundo, a no ser «personas respetables», a no ser personas de provecho, al qué dirán, al qué pensarán, a ser vagos, a ser pobres, a no encontrar trabajo, a no tener dinero, a que les hicieran daño, a hacer el ridículo, a estar tristes, a ser débiles, a ir con malas compañías, a ser mal educados, a ser inútiles, a ser unos fracasados, a ser incapaces, a ser infelices, a perder el control, a estar enfermos…

Oscuridad, oscuridad, oscuridad…

¡¡¡Faltaba luz en la aldea!!!

¡¡¡Faltaba esperanza!!!

Faltaba CONFIAR.

Y sobre todo, faltaba mucho AMOR.

Para compensar tanta oscuridad, esos niños y esas niñas, sin darse cuenta, «creyeron» que tenían que ser fuertes, exitosos, ganadores, buenos, capaces, perfectos…pensando que así les amarían y les “verían”.

Para ello, claro está, tenían que imponerse, tenían que luchar, tenían que competir, tenían que esforzarse, tenían que sacrificarse, tenían que exigirse… porque “creyeron” que así se sentirían mejor y aquel dolor tan abrumador desaparecería.

Fueron creciendo, creyéndose esa mentira y viviéndose en personajes de cartón. Personajes que solo servían de máscara para esconder una tremenda vulnerabilidad.

Esos niños se convirtieron en padres, madres, profesores-as, periodistas, políticos, médicos, enfermeras, cirujanos, camareros-as, cocineros-as, azafatas, asesores, peluqueros, peluqueras, psiquiatras, psicólogos-as, pilotos, comerciales, químicos-as, físicos-as, directivas-os, ejecutivos-as y en un sinfín de profesiones más, creando una sociedad donde interactuaban e iban tejiendo relaciones. 

De adultos, esa densidad tan dolorosa no sólo no desaparecía, sino que cada vez pesaba más. Ese profundo malestar aparecía, una y otra vez sin que pudieran evitarlo. 

Cuando se sentían rechazados por alguien, cuando no conseguían sus metas, cuando perdían, cuando sus hijos no estaban «a la altura», cuando no les valoraban, cuando experimentaban la soledad, cuando recibían algún desplante, cuando los negocios no salían adelante, cuando se quedaban sin dinero, cuando las cosas no salían como ellos querían, cuando perdían a sus parejas, cuando se divorciaban, cuando perdían a algún ser querido, cuando fracasaban… el sufrimiento era inmenso. Tanto, que les dejaba completamente k.o.

Vivían aparentemente tranquilos –los que no habían caído ya en las fauces dela oscuridad-, pero tenían pánico a que algo se descontrolara y entonces, apareciera ese sufrimiento.

Por dentro estaban vacíos. Inertes. Sin vida. Llenos de dolor. Tenían pánico a sentir “eso” que se movía en las profundidades. Para calmar el desasosiego habían armado buenas estructuras exteriores. Se apoyaban en sus trabajos, en sus parejas, en sus hijos, en sus familias, en su dinero, en sus relaciones, en sus amistades, en su imagen, en su poder, en sus coches, en sus casas…

Así ellos se habían convertido en “sus cosas”. Había convertido VIDA en “cosa”. Su valor estaba en su estructura exterior. En cuanto “sus cosas” caían, caían ellos. Topaban con la verdad: vida vacía, dolor y sufrimiento. De ahí que tuvieran tanto miedo a que la energía transformara sus vidas. A que la energía les “tocara”. De ahí que su único objetivo fuera el control. Para sentirse bien estaban “casi obligados” a exigirle a la VIDA que no se moviera -cosa totalmente utópica e irreal-

Tenían tanto miedo a descontrolarse que apenas permitían que nada se moviera. Que apenas permitían que corriera el aire. Faltaba oxígeno. Casi nadie respiraba. Faltaba claridad. Faltaba luz. Faltaba naturalidad. Faltaba autenticidad. Estaban quemados. Aquello era un infierno.

Solo había una posibilidad de salvación. Salir de la aldea. Dejarse tocar por la energía. Respirar. Abrirse a la verdad. Romper la máscara. Cambiar la percepción. Cambiar la forma de ver la aldea. Escaparse y verla desde fuera. Darse cuenta de la mentira.

El premio era inmensamente grande. La infinita libertad. Pero había que salir. Solo había un problema. La salida era hacia dentro. El único portal que llevaba directamente al exterior estaba debajo del dolor que habían acumulado. Y había que cruzarlo. Había que romper con todo lo aprendido. Deshacerse de todo lo que conocían. Para ello había que soltar todo tipo de control, todo tipo de apego, abrirse a la vulnerabilidad, morir como la identidad que habían sido y permitir que la VIDA tomara las riendas de sus vidas.

Un “suicidio” en toda regla.

Demasiado para aquellos aldeanos tan agarrados a lo “de siempre” durante miles y miles de años. En realidad, la mayoría no querían salir de la aldea. Se quejaban pero no querían salir de ahí. No podían respirar, pero les daba tanto miedo la energía de ahí afuera que preferían quedarse donde estaban, aun a riesgo de enfermar y morir.

Había políticos que se hinchaban la boca diciendo que cambiarían el sistema pero lo hacían sin haber salido de la aldea. Había curas y religiosos que hablaban de un hipotético “cielo” y de ser “buenos”, pero lo hacían sin haber salido de la aldea. Había “espirituales” que hablaban de “caminos de paz y felicidad”, pero lo hacían sin haber salido de la aldea. Había “esotéricos” que hablaban de otras dimensiones, pero lo hacían si haber salido de la aldea. Había famosos “gurús” que hablaban de escaleras y recetas para el éxito, pero lo hacían sin haber salido de la aldea. Había científicos, que aportaban mucho conocimiento racional, pero lo hacían sin haber salido de la aldea. Había filósofos que aportaban mucha profundidad, pero sin haber salido de la aldea. Todos hablaban mucho pero pocos se atrevían a salir de la aldea para experimentar. Muy pocos se atrevían a ”morir”.

Así que como no tenían claro cómo salir de tanta oscuridad, y los que hablaban no aportaban tampoco mucha luz, los aldeanos aprendieron a calmar ese vacío interior con «otras cosas». Buscaban placeres capaces de segregar la química necesaria para anestesiarse. “Actividades” para no sentir o para sentir demasiado, aunque el “chute” fuera solo momentáneo y acrecentara más el sufrimiento.

Crearon adicciones. Se “engancharon”. Aprendieron a evadirse. Se hicieron especialistas en huir.

Se acostumbraron compulsivamente a beber, a comer, a tomar ansiolíticos, a trabajar, a tomar antidepresivos, a comprar, a gastar con sus tarjetas de crédito, a viajar, a follar compulsivamente, a fumar, a drogarse, a buscar “likes”, a colgar fotos en las redes, a conectarse a las tecnologías, a gritarse los unos a los otros, a traicionarse, a espiarse, a ponerse los cuernos, a pegarse, a hacer bullying, a insultarse, a culparse, a discutir, a desgastarse, a suicidarse, a matarse…para no sentir su vacío y su propio dolor.

De una u otra forma, todos estaban metidos en la rueda de la supervivencia, pero casi nadie lo reconocía por miedo a ser etiquetado de “malo”, “loco”, “enfermo” o “diferente” –cuando todos hacían lo mismo y se comportaban exactamente igual-.

Entre todos crearon un sistema económico basado en el vacío, el miedo, la amenaza y la carencia, con lo que la riqueza estaba desproporcional y brutalmente desequilibrada. La burbuja económica exterior era proporcional al vacío interior de los aldeanos. Cuanto más vacíos estaban, más compraban y más distorsionaban el sistema.

Cuanto más vacíos, más se peleaban entre ellos.

Cuanto más vacíos, más pastillas se metían.

Cuanto más vacíos, más “locuras” hacían.

Esos niños y esas niñas nunca tuvieron otra aldea en su cabeza. Nunca tuvieron otra opción. Solo proyectaron la aldea que sus mayores les habían metido en su cabeza.

Entre todos crearon una aldea de sufrimiento, donde no por casualidad, las industrias más importantes que emergieron fueron:

La armamentística y la guerra (para pelearse) 

La farmacéutica (para calmarse) 

La pornografía, el alcohol y las drogas (para evadirse) 

Y la industria tecnológica y la realidad virtual (para huir y vivir otra realidad). 

Y así, los aldeanos siguieron sufriendo y “karmeando” por los siglos de los siglos

En NADA todos siguieron dormidos.

En NADA nunca pasó nada que no fuera “lo de siempre”.

En NADA nunca nada pudo ser de otra manera.

En NADA casi nadie se dejó “tocar” por la energía- o casi nadie encontró el portal-

Tanto fue así, que al final NADA se asfixió.

La aldea acabó enfermando lentamente hasta que un día desapareció.

Los aldeanos jamás despertaron de su ilusión.

Jamás comprendieron que ahí afuera -aquí adentro- estaba la libertad tan deseada.

NADA se fundió como si hubiera sido un sueño.

PD: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Rafa Mota

Rafa Mota

Rafa Mota

Estudié económicas, prefiriendo la filosofía, y viví durante más de veinte años en el mundo de los negocios, del estrés y del dinero sin encontrar nunca esa “felicidad” que tanto buscaba y anhelaba. Hasta que la vida, tras una gran crisis económica, financiera, personal y existencial, me puso en mi lugar. Y me di cuenta de una cosa: el gran secreto de la vida no es ni hacer, ni tener, ni buscar… es SER. Esta es la base del éxito personal.

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