Érase una vez en un lugar imaginario, en un tiempo imaginario, en un espacio imaginario, una aldea imaginaria llamada NADA. 

Era una aldea muy primitiva. Era de esas aldeas que provenía de aquellas antiguas civilizaciones que habían poblado el planeta Tierra hace miles y miles de años. Todas habían desaparecido. NADA  permanecía en pie por algún motivo. Quizá el destino había querido mantenerla en pie para que los nuevos habitantes del planeta-civilizaciones mucho más avanzadas y trascendentes- pudieran ir a visitarla de vez en cuando –a modo de museo virtual viviente- y así recordar las barbaridades y la inconsciencia de la “antigua” especie humana.

NADA era una aldea fantasma. Dormida. Apagada. Triste. Gris. Oscura. Estaba en medio del bosque. Rodeada de altos árboles. Grandes, verdes y frondosos. Asentada en medio de una preciosa y abundante vegetación. El clima era excelente. Casi siempre hacía sol. A veces, naturalmente llovía pero la temperatura era muy agradable. A la sombra se estaba fresquito.  La naturaleza rebosaba abundante alrededor de NADA. Aun así, la aldea respiraba una atmósfera densa. A veces, asfixiante. A veces, irrespirable.

Sus habitantes eran soberbios, altivos, prepotentes e ignorantes. Eran autómatas. Superficiales. Charlatanes. Mentirosos. Negativos. Quejicas. Poco dados a entablar conversaciones profundas. Era como si llevaran vendas en los ojos. Como si les faltara vida. Como si no fueran reales. Se negaban a sí mismos. Se negaban los unos a los otros. Se negaban a reconocer su vulnerabilidad. Por miedo a perder el control huían despavoridamente de lo que se movía en su interior.

Muchos de ellos estaban enfermos. Deprimidos. Estresados. Tristes. Cabreados. Estaban devorados por la ansiedad.  Necesitaban atención médica constante. No querían admitir su ignorancia. No querían admitir su fragilidad. No querían abrirse a la energía, que era la única que conocía su verdad. Esa resistencia hacía que vivieran presos de su propia mentira y arrogancia.

Fuera de la aldea, en el exterior, a campo abierto, la energía era intensa. Inagotable. Era energía libre. Transformadora. Renovadora. Sanadora. Era tan abrumadora, tan poderosa, tan pura que los habitantes habían vallado completamente el perímetro con troncos de madera- más que una aldea parecía una fortaleza blindada- para resguardarse. Les daba miedo. Les daba terror que la energía les enfocara. Ellos no querían “verse”. Incluso habían cubierto la aldea con una carpa para que no entrara por arriba. Querían protegerse a toda costa de la luz que irradiaba -no fuera a ser que se iluminaran-. Solo unos débiles rayos de sol se filtraban a través de las ramas de los árboles cuando el sol lucía en lo más alto.

Ahí afuera, el sol amanecía cada día con un brillo espectacular. La naturaleza brotaba alrededor de la aldea con una fuerza extraordinaria. Todo fluía. Todo se movía. Todo se renovaba. Todo se transformaba. Todo vivía. Todo tenía una sensibilidad especial. El canto de los pájaros. El cielo. Las nubes. Las flores. El aire fresco que corría. El sonido del agua de los ríos. Los insectos. Las ardillas. Los frutos que caían de los árboles. Los animalitos que corrían a comérselos. El olor dulce de la vegetación. Los amaneceres. Los atardeceres. Los increíbles paisajes que se perdían en el horizonte. El entorno vibraba de forma tan pura que incluso, asustaba. Ahí afuera, todo era fascinante.

Era todo un paraíso. En todas partes se respiraba un aire mágico. En todas partes, menos en la aldea. En NADA nadie se percataba. Nadie prestaba atención. A nadie le interesaba “esa” sensibilidad. A la mayoría de aldeanos les importaba un bledo la energía. Y si alguno se interesaba y empezaba a indagar, le llamaban “loco”. Le llamaban “diferente”. Le llamaban “fumao”. Le llamaban “hierbas”. “Raro”. Le apartaban. No estaban muy bien vistos esos tipos tan “raros” y “solitarios” 

En NADA seguían naciendo bebés. Puros. Inocentes. Limpios. A pesar de ser una aldea oscura y  perdida, nacían llenos de VIDA. La energía era tan abundante y tan poderosa que incluso en la mayor oscuridad creaba belleza constantemente. Los recién llegados eran una prueba de ello.

Esos bebés fueron creciendo. En sus siete primeros años, con todo lo que absorbían, percibían y aprendían de su entorno, esos pequeños humanos creaban su programación y su mundo mental.

En la aldea, como no podía ser de otra manera, tanto padres, curas, maestros y profesores enseñaban aquello que habían aprendido. Esos adultos, que su vez también habían sido niños aldeanos, no podían transmitir nada diferente de lo que habían recibido, así que transmitían «lo de siempre». Lo «nuevo» no existía. ¿Quién lo iba a transmitir –a no ser que fuera un iluminado-?

Esos niños y esas niñas, como tampoco podía ser de otra manera, aprendieron lo que sus mayores les enseñaron. Se formaron perfectamente en la supervivencia, la dominancia, la guerra, la territorialidad, la lucha, la soberbia, la arrogancia, la chulería, el instinto, la ganancia, la discusión, los gritos y las amenazas.

También, al igual que en su día habían hecho sus mayores, aprendieron a compararse tóxicamente los unos con los otros. Aprendieron a juzgarse, a culparse, etiquetándose como «mejores» o «peores», sin darse cuenta  de que por sí mismos, sin necesidad de compararse, eran únicos, inmensos y originales. Lo hacían sin darse cuenta de que eran un trocito mágico de VIDA. Pero como en NADA nadie sabía lo que era la energía ni la libertad- y se la traía al pairo averiguarlo- lo de ser “mágicos” les sonaba a cuento chino y a charlatanería.

Poco a poco, esos niños y esas niñas fueron sintiendo, como almas indefensas que eran, la soledad, el abandono, el rechazo, la desvalorización, el ninguneo, las faltas de respeto, los desprecios y el descuido por parte de sus mayores, tan enfrascados en sus miedos, sus carencias y sus pajas mentales acerca de la VIDA. 

Todo esto hizo que el miedo a la desprotección, al desamparo, al dolor, al descontrol, a  no ser amados y a no ser nadie se les colara en lo más profundo de su ser y les dejara marcados para siempre.

A unos les sobreprotegían demasiado. A otros, no les hacían ni caso. A otros, se lo daban todo. A otros, nada.  Les aconsejaban. Les sermoneaban. Les anulaban. Les decían lo que era «bueno» o lo que era «malo» para ellos. Lo que «debían ser» y «lo que no». Lo que debían hacer y lo que no. Lo que era ético y lo que no. Lo que era moral y lo que no. Lo que era justo y lo que no. Lo que era pecado y lo que no. Lo que valía y lo que no. Les hablaban de normas, de leyes, de códigos, de enseñanzas, de mandamientos, de religiones, de filosofías…. Todo era una imposición constante, como si los niños fueran nada y los mayores lo supieran todo – curiosamente sin que tampoco los mayores tuvieran ni idea de lo que ERA la VIDA ni la ENERGÍA-. 

Los mayores se permitían el lujo de “examinarles”. Les exigían. Les apretaban. Les amenazaban con que no serían nadie de provecho. Les llamaban inútiles. Tontos. Incapaces. Les maltrataban. Les pegaban. Les controlaban. Les asfixiaban. No les abrazaban. Les “compraban” con regalos. Les chantajeaban emocionalmente. Les culpaban. Les ignoraban. Les corregían. Les hablaban desde los enfados y la rabia. Les “utilizaban” como calmantes cuando los padres o las madres estaban tristes. Les utilizaban como armas arrojadizas en caso de divorcios y separaciones.

Los pequeños eran el basurero perfecto para las frustraciones y las histerias de sus mayores. A casi ninguno le permitían experimentar y descubrir el poder  por sí mismos –equivocándose y fracasando-.   A ninguno le permitían mostrar  la belleza que llevaban dentro. A ninguno le permitían expandirse como la naturaleza.  

Prácticamente a ninguno le dejaban SER ni brotar como lo que eran, seres inmensos brotados de la mismísima energía. 

Cuando estudiaban, esos niños y esas niñas tenían que ser buenos en todo. En matemáticas, ciencias, química, física, música, filosofía, idiomas….. .Hicieran lo que hicieran, tenían que aprobar con nota. De lo contrario, «supendían». Lo que naturalmente reventaba su autoestima, les hacía sentir inválidos y perdían toda la confianza. 

Nadie nunca les dijo que aunque sacaran malas notas su valor seguía siendo incalculable. Nadie les dijo que ellos no eran lo que hacían, no eran sus resultados. Nadie les dijo que ellos no eran sus notas. Nadie les dijo que ellos eran la VIDA misma. Nadie les dijo que eran inmensos y maravillosos simplemente por el hecho de SER y estar vivos.

Nadie se lo dijo porque ninguno de los que se lo tenía que decir tenía la valentía, ni la libertad ni la sabiduría para hacerlo. Los mayores tenían mucho conocimiento, pero no sabían nada de la ENERGÍA ni de la VIDA. Ni siquiera los mayores confiaban en su poder. Por eso tampoco confiaban en sus pequeños. 

Los mayores educaban desde sus miedos más viscerales y profundos. Desde sus complejos. Desde su creencias. Desde sus necesidades. Desde sus carencias. Desde su cansancio. Desde su divorcio con la vida. Desde su inconsciencia. Educaban desde su ignorancia. 

En realidad, los mayores jamás “vieron” a esos niños. No vieron su pureza. No vieron su poder. No vieron su energía. No vieron su luz. No vieron su potencial. No vieron su talento. Sólo vieron su oscuridad porque les miraban a través de sus filtros más oscuros. 

Los niños y las niñas de la aldea, ante tal anulación, grabaron en sus profundidades que eran nada. Grabaron que eran muy poquita cosa. Se creyeron un cero a la izquierda. Se creyeron nadie. Se creyeron «una mierdecilla”. 

Continúa…(parte 2)

Rafa Mota

Rafa Mota

Estudié económicas, prefiriendo la filosofía, y viví durante más de veinte años en el mundo de los negocios, del estrés y del dinero sin encontrar nunca esa “felicidad” que tanto buscaba y anhelaba. Hasta que la vida, tras una gran crisis económica, financiera, personal y existencial, me puso en mi lugar. Y me di cuenta de una cosa: el gran secreto de la vida no es ni hacer, ni tener, ni buscar… es SER. Esta es la base del éxito personal.

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